Fuimos a merendar con mi madre. Una salida sencilla, de esas que se vuelven rituales cuando el tiempo empieza a doblarse y los recuerdos se fugan por rendijas. Pidió una medialuna y jugo de naranjas. Yo, café con leche. La escena podría haber sido entrañable, de no ser por el decorado: una hilera de mesas con personas que no se hablaban.
Cada uno, con su celular. Tocaban pantallas como si les fuera la vida en eso. Ni un cruce de miradas, ni un gesto compartido. Hasta los niños tenían tabletas. Supongo que si alguien se atragantaba, lo buscarían en Google.
Mi madre, que ya no recuerda muchas cosas, me miró con esa claridad que a veces le vuelve a los ojos, y dijo:
—Qué lindas están las hojas de ese árbol.
Me di vuelta. Ahí estaba: un árbol amarillento, desplegando su otoño con dignidad, como si no le importara que nadie lo mire. Yo ni lo había notado, ocupada leyendo una notificación de cómo se disfruta en el Caribe mientras acá sube la pobreza.
Pensé en este país, en cómo nos vamos desconectando no sólo unos de otros, sino también de lo real. La inflación forzada, los/as jubilados cobran menos que el alquiler de un monoambiente sin ventanas, y la gente igual elige sumergirse en videos de perritos antes que mirar al que tiene enfrente y la realidad.
Y si se deja de publicar ostentaciones, pensando en el que no tiene para comer?
Y si somos más humanos?
El chico de la plaza me saluda como diciendo: "Ya le lavé los vidrios, la espero". Le sonrío con un dejo de tristeza. Mientras otra señora pituca lo echa haciendo ademanes.
Pichón Rivière, que de estas cosas sabía, decía que el sujeto se constituye en vínculo con el otro. Pero parece que ahora el otro molesta, interrumpe, ni hablar si opina distinto, o —peor— si necesita algo. Mejor seguir ignorando.
¿Y si algún día el Wi-Fi se cae del todo? Que será de nuestros vínculos?
¿Y si en lugar de decir “te mando un audio, pero no me contestes largo, o no me llames si no te aviso, dijéramos: “te invito a un café”?
¿Y si en vez de reenviar cadenas de espiritualidad instantánea, y chistes bizarros, miráramos a la cara a ese pibe que no terminó la secundaria y no puede otra cosa que mendigar? Y si en vez de renegar damos esa propina con amor?
Mi madre terminó su jugo. Me miró de nuevo.
—¿Nos vamos?
Nos fuimos. Nadie levantó la vista. Quizás estaban muy ocupados salvando la República con un meme. Yo con muchas preguntas.
!Hasta pronto!
(*) Virginia Figal.
Profesora, Psicóloga Social. Miembro de APPSA, SADE, Activista en Femimusas y Revoviejas.