No se puede escribir un frío obituario cuando el periodista debe despedir a un amigo, a un compañero de las tablas con el que compartió desde los primeros “palotes” teatrales hasta las aventuras más utópicas en el arte de Talía, y con el que acuñó inolvidables anécdotas del teatro y de la vida.
Osvaldo Stefanazzi fue un tipo que vivió exclusivamente para el teatro. Desde que descubrió su pasión hasta su último suspiro, respiró teatro por todos sus poros, exageradamente, hasta el colmo, pero así era él. Y por suerte, en estos últimos años recibió el reconocimiento que se merecía, desde la Provincia, que le otorgó una pensión cultural, hasta sus pares que desde el Instituto del Teatro o de otras entidades culturales, reconocieron con premios a la trayectoria su labor teatral.
Osvaldo protagonizó obras clásicas y modernas, y también fue cultor de puestas en escena de monólogos antológicos, en algunos casos encontrados en textos no teatrales que convirtió con su oficio y su voz. Le puso su cuerpo a personajes tan disímiles como Lisandro Galván, en Antígona Velez, el drama trágico de Marechal, hasta el hilarante Dios de “Padre hay uno solo”, la comedia de Serralunga presentada en el marco del Festival del Cigomático Mayor.
Radical, confeso espiritista, amante de la música clásica, y cabrón, muy cabrón con lo que no le gustaba, Osvaldo también tuvo apariciones y trabajos en la televisión pampeana, y rodó una insólita escena en “Caballos salvajes”, junto a Héctor Alterio, que luego, en el corte final de la edición no fue incluida, pero que de todos modos lo llenó de orgullo por estar cerca de su admirado colega.
Amigos del alma con Luis Marangón, a instancias del también actor radicado en Buenos Aires, en diciembre de 2023 compartimos un fin de semana en Santa Rosa, donde fuimos testigos maravillados de las anécdotas que ambos atesoraron en su "aventura" de partir de La Pampa para estudiar teatro en Buenos Aires en la década del '60. Sin que nadie pudiera intuirlo, fue una despedida. Pero lejos del dramatismo que supondría pensarlo, fue una fiesta de risas repetidas de las que quedaron los ecos... hasta que Luis, al día siguiente, tal vez en forma premonitoria, me envió un mensaje que mostraba su preocupación: "No lo veo bien a Osvaldito... teneme al tanto".
Como quedó dicho al comienzo, fue un amigo pleno, un actor admirado que con un camino recorrido, un día del lejano 1976 aceptó ser dirigido por este entonces novel director, en una puesta del “Canto del cisne” de Chejov, que se representó sólo una vez y a la luz de las velas que sostenían los dos protagonistas, Osvaldo y José Luis Arrarás, y que fue motivo, más tarde, de infinita recurrencia ahora imposible: “Ché, tenemos que sacarnos las ganas y reponer el Canto del cisne, ahora que estamos cerca del físico del rol”. Stefanazzi y Arrarás en esa época debían pasar por el maquillaje, por su juventud.
Para los lectores no leídos, los protagonistas de esa obra de Chejov son dos viejos que viven de prestado entre los trastos de una sala teatral. Un actor que despierta y comienza a ponerse en la piel de los personajes que ha interpretado a lo largo de su vida, y el cuidador del teatro, que quiere reconvenirlo para que no los echen a ambos de allí.
Este último año sufrió una caída doméstica que le provocó una fractura en la cadera, por la que debió ser sometido a una cirugía de la que se repuso con lentitud, debido a que no se había repuesto del todo aún de un problema alérgico que un año atrás lo había tenido a mal traer. Sus amigos más cercanos, los del entorno que siempre lo acompañó, estaban confiados en que se repondría por completo, ya que lo peor había pasado. Pero en la noche del jueves, sufrió un paro cardiorespiratorio del que no pudo salir, pese a la atención médica. Murió en su casa, en las afueras de Santa Rosa.
Ojalá el cielo de Osvaldo, el de su creencia, tenga ese teatro necesario para seguir arropándose en todos esos personajes que hicieron su vida terrenal lo más placentera que puede esperar un actor. Se lo ganó con amplitud en el tiempo que le tocó. Mucha, mucha luz para él.
Alberto Callaqueo