JUEVES 06 de Noviembre
JUEVES 06 de Noviembre // GENERAL PICO, LA PAMPA
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  VIERNES 24/10/2025
La espalda de Marlon Brando presenta para MaracóDigital “Historias que el viento trae”
Por Oskar Aizpeolea
Hoy: “Albertina sin trenzas”

La historia que van a conocer está narrada por alguien desconocido: nunca se identifica.

La espalda de Marlon Brando se caracteriza por mencionar películas de todos los tiempos en sus relatos. En esta oportunidad, se mencionan antes de contar la historia, para que los lectores entren en clima y vayan despertando su imaginación.

“No abras nunca esa puerta”, 1952 de Carlos Hugo Christensen.
Intérpretes: Ilde Pirovano, Ángel Magaña, Roberto Escalada.

“La mentira infame/ The Children’s Hour”, 1961 de William Wyler.
Intérpretes: Audrey Hepburn y Shirley MacLaine.

“Rebeca, una mujer inolvidable/ Rebecca”, 1940 de Alfred Hitchcock.
Intérpretes: Joan Fontaine, Judith Anderson y Laurence Olivier.

“Alma rebelde/Jane Eyre”, 1944 de Robert Stevenson.
Intérpretes: Joan Fontaine, Agnes Moorehead, Margaret O’Brien y Orson Welles.

Y ahora sí, que se abra el telón de rojo terciopelo y comience la función:

Mientras la vestía, Madmoiselle Louise dijo que estaba más alta y que en poco tiempo iba a estar igual a la muchacha del retrato. Le cepilló el corto cabello y le puso una cinta de muselina azul que combinaba con el color de sus ojos- según explicó- y afirmó que cuando el cabello creciera le iba a hacer trenzas.

Trenzas ¡otra vez las trenzas!  Entonces sí que la semejanza con la rubia del cuadro iba a ser perfecta. Casi perfecta. Frente al espejo de cristal y plata, Albertina pasó sus dedos por el cabello que comenzaba a crecer ¿quería que creciese?

Deslizó los dedos por entre las cortas mechas y esbozó una sonrisa enigmática.

Sonriendo, salió de la habitación al encuentro de la silueta, oscura y almidonada, de Mademoiselle Louise que desaparecía tras la puerta de la sala.

La institutriz se sentó cerca del fuego del hogar con los hilos de color y el bastidor de pie lustroso y torneado. Como todas las tardes, comenzó a bordar una eterna cacería.

Albertina miró el parque a través del amplio ventanal: los árboles movían sus ramas por la fuerza del viento -siempre el viento- y la glorieta aparecía despojada de su esplendor. Demasiado frío. No la iba a dejar salir. Tomó sus acuarelas y cuando se iba a sentar, lo vio. Tomó el almohadón de seda bordada y lo arrojó al piso. Sobre él, comenzó a colorear de negro la figura de una mujer muy parecida a Mademoiselle Louise: sabía que la institutriz no la observaba…

Siguió coloreando y recordó que era la primera vez que usaba el almohadón. La primera vez, desde el día que quedara sin trenzas. La primera vez.

Dejó las acuarelas y tomó una muñeca, jugó con ella hasta que la cabecita de porcelana rodó por el piso. Sonrió enigmáticamente.

Sonrió y pasó sus manos sobre el almohadón, como acariciándolo.

Sonreía aquella tarde, tiempo atrás, cuando abuela Amelia había dicho que había terminado el bordado, que ya lo podía usar para no sentarse sobre el piso de madera encerada.

Estaban solas, Mademoiselle Georgette se había ido para siempre esa mañana, hablando y hablando sobre la crueldad de los niños. En el ala izquierda de la casa estaban la mucama, la cocinera y el jardinero. Pero sólo aparecían cuando tiraban el cordón del llamador.

Ezequiel, padre de Albertina, demoraba en conseguir una nueva institutriz, pero ella no se preocupaba: con abuela Amelia tenía una cierta libertad. La anciana pasaba buena parte del día en la sala de estar, en un sillón junto al fuego, y muy rara vez daba un paseo por el parque que rodeaba al caserón. Albertina podía correr a solas explorando rincones, descubriendo misterios y lo que ella llamaba tesoros. Le gustaba el jardín en la zona de la casa de cristales, un invernadero con todo tipo de plantas. Era su lugar favorito. Allí habitaba el conejo que le había regalado papá Ezequiel, y hasta allí solía llevar la jaula con el canario.

Allí, justo allí, los había visto por primera vez. Fue el día de la muerte del conejo. Había dormitado sobre el asiento de la pérgola antes de ir a la casa de cristales. A través de las hojas de un helecho vio cómo Mademoiselle Georgette y papá Ezequiel se abrazaban y besaban, hasta que la institutriz dijo algo al oído y luego de arreglarse el cabello, salió rumbo a la casa. Unos minutos después, muy compuesto, el padre se alejó también.

Albertina quedó con el conejo en brazos, pensando. Pensando en papá Ezequiel, en Mademoiselle Georgette y en la muchacha de ojos azules del retrato que había muerto al nacer ella. Después preguntó a abuela Amelia si los que morían se iban para siempre, si no regresaban alguna vez. Y le contó que el conejo estaba muerto.

La mañana que abuela Amelia terminó de bordar el almohadón, Mademoiselle Georgette ya no estaba. Por la tarde, Albertina ingresó en la sala llorando la muerte del canario. Desde entonces, estaban solas.

Junto al fuego, abuela Amelia bordaba o tejía. A sus pies, sobre el almohadón, la nieta jugaba con las muñecas que, misteriosamente, iban perdiendo sus cabecitas de bella porcelana.

No hablaban, a excepción de los pedidos: tráeme las agujas, búscame el chal, llama a la mucama. Nada más, pero a veces -muchas veces- le reprochaba su conducta.

Que por su culpa se iban las institutrices. Que era salvaje y por eso morían sus mascotas. Que era salvaje el gusto de correr descalza por el parque juntando palomas muertas. Que la muchacha del retrato -su madre- no era así, que era dulce y obediente. Que ella se le parecía pero sólo físicamente. Y había días en que la abuela le daba un tirón en las trenzas. Pero había otros días en que le acariciaba la cara al tiempo que se le humedecían los ojos. Más allá de los comentarios, Albertina seguía recorriendo el parque y escondiéndose en el invernadero: allí podía ejercer su voluntad.

Aquella tarde, lo recordaba muy bien, llovía. Por el ventanal miraba el pasto mojado y las ramas de los árboles balanceándose por el peso del agua. Sentada sobre el almohadón, abrazó una muñeca. Cuando abuela Amelia le dijo que el lunes llegaba una nueva institutriz, no respondió. Pensó y pensó en la casa de cristales, hasta que la cabecita de porcelana de la muñeca rodó por el piso encerado. Sonrió enigmáticamente.

Sonrió, observó a su abuela y luego miró hacia el jardín. Cuando papá Ezequiel llegó, corrió a abrazarlo seguida por la mucama, la cocinera y el jardinero. Lo besó y se afirmó con fuerza al cuerpo del padre. Pero no lloró.

Abrieron la sala de recepción y pusieron grandes colgantes de terciopelo negro y una cruz de plata.

De a poco, el lugar se llenó de flores y gente para ella desconocida. Algunos lloraban, otros contaban historias en voz alta y reían.

Albertina permaneció en su cuarto hasta que apareció una de sus tías con una caja bajo el brazo. Le puso el vestido, las medias y los zapatos negros. Trenzó el largo cabello y le hizo moños de terciopelo también negro. Entonces dijo que ya podía ir a despedir a abuela Amelia.

Albertina se contempló frente al espejo y comenzó a sonreír enigmáticamente.

Sonriendo, abrió un cajón de su cómoda y sacó una tijera. Sonriendo y observándose en el óvalo de cristal y plata del espejo, cortó, una a una, sus trenzas. Guardó la tijera y salió del cuarto.

En la sala, papá Ezequiel estaba junto al fuego. Al acercarse a él observó el parque todavía brillante por la lluvia del día anterior. Papá Ezequiel la miró sorprendido, le pasó la mano por  los mechones de corto cabello y la dejó hablar. Albertina explicó el saludo y homenaje para abuela Amelia que gustaba tanto de sus trenzas: se las regalaba, total iban a crecer nuevamente.

Papá Ezequiel la acompañó, orgulloso, hasta la sala con los colgantes de terciopelo negro. Numerosas manos acariciaron su cara, la cabeza, los hombros; muchas voces hablaron con alegría del sacrificio, de la bondad, de lo poco común que era eso en una niña.

Albertina permaneció inmutable, pero escuchó. Escuchaba cuando vio la enorme cruz de plata, las coronas de flores, el llanto de sus tías. Caminó despacio sosteniendo las trenzas en sus manos. Se acercó a abuela Amelia que parecía dormir.

Dormía la tarde anterior, cuando también se acercaba, pero no llevaba las trenzas. Apretaba, con fuerza, el almohadón de seda bordada.

Comentarios
 
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 31/10/2025 | 17:31 Hs
Enviado por Ana
Me gustó mucho ese cambio de estilo! La presentación de una época pasada, sus secretos intuidos, el desarrollo de una historia nunca contada sino insinuada a través de símbolos hasta el truculento final... Muy atrapante, me encantó!
 
 29/10/2025 | 23:28 Hs
Enviado por Marta Marche
Qué historia! Me sumergí en esos ambientes de época, en los silencios y los mandatos de la sociedad... Cada vez que una cabecita de porcelana rodaba...algo pasaba... Una novela intrigante y oscura...pero atrapante hasta el final. Siempre amé los relatos de misterio, pero más amé el no poder resolverlos. Me encantó! Gracias otra vez Oskar.
 
 25/10/2025 | 20:30 Hs
Enviado por Enrique Fontanillo
Gracias Oskar , un relato distinto , pero igual de cautivante , me gusta el misterio , me lleva a esperar nuevas novelas , espero que sea pronto
 
 25/10/2025 | 00:20 Hs
Enviado por Favio
Lo bueno de leerte es que me sorprendo. O mejor dicho me sorprendes con historias que atrapan y estan llenas de lugares, momentos y de imagenes muy atractivas y ahora intrigantes...siempre algo nuevo. Gracias.
 
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