--Aquel verano—
Ha pasado mucho tiempo pero los recuerdos siguen en la memoria del corazón.
El viento, siempre el viento que azota la llanura, aunque a veces la acaricia. Su fuerza dificultaba el pedaleo, pero había que apresurarse para encontrar refugio ante la tormenta que ya cubría el cielo con nubes oscuras como la noche.
--Ya estamos cerca -dijo Andrés-. Ahí, donde termina la calle está la casa abandonada, ahí entre los tamariscos! ¿la ves?-- preguntó. Dejaron las bicicletas apoyadas en un tronco y corrieron a protegerse: el granizo golpeaba sus jóvenes cuerpos.
--No tengas miedo, Martín, no va a pasar nada, es sólo una tormenta pasajera y la casa hace años que está deshabitada--, aseguró.
Abrieron una puerta y entraron en la casa, al tiempo que se daban calor en un abrazo.
Las manos de Andrés secaron el rostro y acariciaron el cuello de Martín, que pensó: ¿así se comportan los varones que son amigos?
--Este otoño—
No le gustaba tener que ir a clases en día sábado. Cedió el paso a una señora, y detrás de ella subió al colectivo. Mientras sacaba boleto, sus miradas se cruzaron y pensó que el joven tenía el mismo color de ojos que Andrés.
Se sentó bien atrás, en el asiento individual.
Encuadrado en el marco de la ventanilla, el paisaje urbano era el mismo desde hacía… ¡ tres años!
Tres años cursando la facultad en la Ciudad Universitaria, en el pabellón de Arquitectura y Urbanismo.
La ventanilla era una pequeña pantalla de imágenes en movimiento. El reflejo de su rostro en el vidrio lo hizo pensar en sus padres y en su hermano Francisco, allá lejos, en el pueblo.
--No tengas miedo Martincito, déjalos que digan lo que quieran, son unos ignorantes. No llores, siempre te voy a defender pase lo que pase, para algo soy el mayor-, le aseguraba su hermano.
¿Cómo lo llaman ahora a ese acoso imperdonable?
Bullying.
El colectivo no se detuvo en el semáforo y un taxista insultó al chofer. En la vereda, una mujer zamarreaba a un niño que lloraba.
El colectivo reanudó su marcha y el joven con el color de ojos de Andrés, antes de bajar, lo miró y esbozó una sonrisa, un gesto de complicidad como para compartir una clave secreta.
Martín se inquietó. ¿Por qué no lo había pensado antes? ¿Se atrevería a cumplir con la cita de la noche?
Quería ir, deseaba ir. ¿Se atrevería?
Iban acercándose al río de aguas marrón oscuro. Él, que venía de la llanura interminable, amaba ese río que atrapaba la luz del sol y, mágicamente, hacía aparecer manchones del color de la plata que le daban su nombre.
¿Y la llanura? Ahora que estaba tan lejos había descubierto la belleza de los atardeceres en su provincia natal: puestas de sol que hacían recordar a “Lo que el viento se llevó”. Esa escena en el final de la primera parte, cuando Scarlett O¨Hara hace su juramento:
“A Dios pongo por testigo…”
Bajó del colectivo rumbo a la entrada de la facultad, pero se detuvo a mirar el río, acaso para darse fuerzas y encontrar respuestas.
Desde su adolescencia buscaba en libros las respuestas a su inquietud, a lo que lo desconcertaba.
¿Por qué era así, por qué sentía eso que no se atrevía a nombrar? Y el desconcierto y las frases que le gritaban, le hizo cubrirse de una capa protectora. Rechazaba las invitaciones de algunos compañeros que no entendían por qué no iba a bailar. Por qué no los acompañaba a las excursiones o a los picnic de estudiantes ¿Por qué no cortejaba a alguna muchacha?
¿Y él, qué sentía? Soñaba con un mundo del que sólo tenía referencia en algunos libros.
“El cuarto de Giovanni” de James Baldwin lo atravesó y tuvo respuestas. Entusiasmado, compró “Otro país” del mismo autor, y desde entonces esa novela era su guía, su Biblia particular, mucho mejor que cualquier texto de autoayuda.
En la entrada a la facultad, los soldados armados que hacían guardia revisaron su mochila, examinaron las fichas del trabajo práctico y cachearon su cuerpo. Así, todos los días.
Finalmente ingresó al taller donde sería la clase y Martín, con sus 21 años volvía a pensar en la cita de esa noche: ¿Había peligro?
¿Y si era una trampa? Nunca se sabía ahora que tenían ese gobierno militar que había tomado el poder.
Tuvo un estremecimiento, y recordó las preguntas que le habían hecho la última vez que hicieron un operativo a la salida del cine y le pidieron su documento, que se identificara. Sos medio rarito vos ¿tenés novia? ¿pensás tener hijos? Tenés que ser derecho y humano, como nosotros. Andate, pero esperamos que te comportes correctamente: y repitieron derecho y humano, como debe ser. Parecía que sólo eso importaba: deber ser o aparentarlo.
Respondía con una sonrisa, que era una mueca ante los que se autoproclamaban dueños de ese mundo que parecía no tener lugar para personas como él.
El gobierno de la dictadura militar y sus razzias. Que no se podía tener el pelo largo, que dos varones juntos no podían estar. Que también había que limpiar el país de degenerados.
El ayudante de cátedra aún no había llegado, así que guardó las fichas del trabajo práctico sobre el antiguo Egipto. Se sentó en un rincón, y a través del amplio ventanal se puso a observar el río.
--Aquel verano-
--Tenés que venir a mi casa, en Córdoba. Allí hay ríos donde se puede nadar y también hay hermosas sierras. Anímate, atrévete--. Así decía Andrés incansablemente.
Se conocieron el verano anterior al finalizar el colegio secundario. Había llegado al pueblo a visitar a doña Arminda, su abuela, quien era vecina de la familia de Martín.
Rápidamente se hicieron amigos. El joven cordobés actuaba muy seguro de sí, no tenía prejuicios y no le importaba el qué dirán. Martín lo admiraba, y pensaba que esa manera de ser la tenía porque venía de una ciudad. Algunos mayores le decían que no se juntara con él, que era una mala influencia, pero Martín no escuchaba esas recomendaciones ¿por qué iba a separarse de su amigo cuando era tan feliz a su lado?
Les gustaba alejarse del pueblo pedaleando sus bicicletas.
--Azules, como el cielo de La Pampa—afirmaba Andrés.
Martín lo escuchaba y sonreía, era feliz junto a su amigo, no sabía bien por qué, pero James Baldwin y sus libros le hicieron comprender. Y la tarde en que salían de la tapera donde se habían refugiado de la tormenta, pasó una camioneta con cazadores furtivos que les gritaron:
-¡Maricones de mierda!.
Martín temblaba, aunque el vehículo ya era una mancha de polvo en el horizonte.
Andres lo abrazó y por primera vez, puso sus labios sobre los de él. Martín deshizo el abrazo y gritó:
--¡No se puede, acá no se puede! ¿O no escuchaste lo que nos gritaron, querés que nos maten a palos?
Andrés simplemente respondió:
--¡ Te quiero Martín y no les tengo miedo!
--Este otoño—
Tuvo miedo al responder las preguntas del ayudante de cátedra, pero le fue bien. Siempre contestaba bien, sacaba buenas notas y lo felicitaban. Sus padres y hermano se alegraban de cómo llevaba los estudios. Un día sería arquitecto.
Martín y Javier se encontraron en la avenida Corrientes frente al famoso Cine Lorraine, donde vieron “El jardín de los Finzi Contini”.
Al ver a Helmut Berger con su bicicleta fue inevitable no pensar en Andrés. ¿Por qué no respondía a sus cartas? ¿Por qué no había cumplido la promesa de regresar ese verano?
Doña Arminda tampoco sabía nada del nieto, o eso decía para cubrirlo.
El final de la película con los protagonistas esperando ser llevados a un campo de concentración lo emocionó, y no pudo evitar llorar. Javier, con discreción, le tomó con fuerza una mano y de pronto, al encenderse las luces, la soltó.
A la salida del Lorraine fueron a comer una pizza, y después aceptó ir a la casa de su posible… ¿amigo? con quien se habían conocido por viajar día tras día a la misma hora en la misma línea de colectivo.
---- Siempre me impresiona llegar y ver todo oscuro-, dijo Javier, y encendió la luz.
Lo hizo entrar con un suave toque en el hombro. Martín dio unos pasos y se sentó en un sillón. Javier se sentó a su lado y él se puso bruscamente de pie.
-- Aquel verano—
De pie en el andén de la estación de ferrocarril, Andrés lo miraba con lágrimas en los ojos. Lo tomó de las manos, otra demostración de afecto no podían hacer, había mucha gente saludando a los viajeros.
Andrés y Martín se miraron hasta el fondo de sus almas.
--Volveré el verano que viene y compartiremos muchas cosas, estoy muy feliz de haberte conocido--, afirmó Andrés.
Resoplando y largando una nube de vapor que los envolvió, la locomotora se puso en marcha. Andrés subió al vagón de pasajeros de un salto, y gritó:
--¡Volveré, espérame Martín!
--¡Te esperaré!—, respondió Martín en el momento en que el tren aumentaba la velocidad. Corrió a lo largo del andén, y luego se detuvo con el viento levantándole el cabello. Andrés saludó con una mano y dijo algo que no pudo escuchar por el fuerte pitido de la locomotora. El andén se estrechó, el tren giró y Andrés desapareció de la vista.
Quedó de pie, conteniendo lágrimas que humedecían sus ojos y estuvo así, solo en el andén, hasta que el tren fue un punto en el lejano horizonte.
--Este otoño—
Javier lo tomó de las manos y afirmó:
--No tengas miedo, no soy capaz de hacerte daño.
--No, ya no tengo miedo-- respondió Martín, y agregó-- pero quiero que sepas que nunca hice el amor con nadie, sólo abrazos, caricias y algún beso. No me atrevía a hacer nada más, pero ahora creo que sí—, finalizó.
--Tenemos todo el tiempo del mundo--, respondió Javier con ternura y lo abrazó.
Y entonces, las nubes desaparecieron y salió el sol.
Abrazados en la cama recibieron las primeras luces del día.
Martín miró a Javier, se acercó y le acarició la mejilla con el dorso de su mano. Una sensación de plenitud lo envolvió y sintió una calma hasta entonces desconocida.
El desayuno estaba listo cuando el dueño de casa entró en la cocina y se besaron con ternura.
Hablaron de muchas cosas: de las dificultad de ser, de no poder mostrarse como eran y vivir entre sombras, siempre con miedo a ser reprimidos.
--Pero un día cambiará--, aseguró Martín—.
--Eso espero y pienso que ya estamos en ese camino, y aunque apenas nos conocemos sé que lo quiero hacer a tu lado-- dijo Javier.
Martín sintió que algo estaba sucediendo en su interior y lo invadió una extraña felicidad.
--Aquel verano—
Felices en sus bicicletas azules, se alejaban del pueblo en busca del horizonte.
--¡Espérame Andrés, esperame, no vayas tan rápido!
Van por caminos polvorientos rodeados de trigales. Pedalean con ímpetu, se miran y ríen.
Todavía es tiempo de reír, ya llegará la tristeza de saber que Andrés no cumplió su promesa porque lo torturaron y asesinaron en ese siniestro campo clandestino de detención llamado La Perla, en la ciudad de Córdoba.
Ojalá un rayo de sol haya iluminado sus últimos momentos.
Pocos saben, y a muchos no les interesa saber que la dictadura militar persiguió, también torturó e incluso mató a homosexuales.
Tenían el poder pero no pudieron impedir RECORDAR.
Filmografía mencionada:
“Lo que el viento se llevó/ Gone with the wind” 1939 dirección: Víctor Fleming; con Vivien Leigh, Olivia de Havilland, Clark Gable, Leslie Howard en los roles principales.
“El jardin de los Finzi Contini / Il giardino dei Finzi Contini” 1970 dirección: Vittorio de Sica; con Dominique Sanda, Lino Capolicchio, Fabio Testi y Helmut Berger en los roles principales-.