“La salud mental es la capacidad de trabajar y de amar, de establecer vínculos con otros y transformar la realidad.”
— Enrique Pichon-Rivière
Una nevada mortal cae sobre Buenos Aires. No es agua ni escarcha: es exterminio. Bajo esa capa blanca que parece silencio se esconde el dispositivo perfecto del poder: despersonalizar al enemigo, aislar al otro, convertir al vecino en una amenaza.
Juan Salvo no es un héroe con capa ni espada. Es un hombre común, un tipo cualquiera con esposa, hija, amigos. Es un sujeto social. Y es desde ahí que El Eternauta, la obra de Oesterheld y Solano López, instala su grito: lo que importa no es el individuo aislado sino el entramado, el nosotros.
Esa casa cerrada donde resisten los primeros días, esos vínculos improvisados, esas decisiones que se toman en asamblea, todo responde a una matriz profundamente freiriana y pichoniana: el grupo como sostén, como trinchera emocional, como lugar de pensamiento.
Desde la psicología social, sabemos que las catástrofes –las reales y las simbólicas– no hacen tabla rasa, sino que revelan la estructura: muestran quién tiene poder, quién obedece, quién se deshumaniza para sobrevivir. En El Eternauta, los “Manos” y los “cascarudos” no son sólo extraterrestres; son dispositivos de obediencia ciega, máquinas sin conciencia. Y los hombres que se alinean sin pensar, los que entregan a otros para salvarse, también son parte de ese engranaje. Pichon-Rivière lo llamaría “enfermedad del vínculo”.
El relato está tejido con una angustia que no es solo personal, sino colectiva. Una subjetividad histórica se expresa en esa historieta. Como decía Enrique Pichon-Rivière: el sujeto es efecto de una trama social. Y esa trama puede ser solidaria o puede alienar.
Juan Salvo sobrevive mientras es parte del grupo. Cuando lo pierde, se transforma: deviene Eternauta, figura errante que busca eternamente su hogar, su tiempo, su gente.
El Eternauta somos todos en estado de conciencia. No el que huye del conflicto, sino el que se queda. El que ve en la catástrofe una oportunidad para la organización. En una Argentina que tantas veces pareció nevada por la injusticia, este relato funciona como advertencia y esperanza.
Lo social no es un telón de fondo: es el escenario real donde se juega la humanidad. Por eso El Eternauta no envejece. Porque sigue diciendo, con cada viñeta, que el héroe verdadero no es el que se salva solo. Es el que resiste con otros.
(*) María Virginia Figal
Psicóloga social, cronista de la vida cotidiana