Mientras el dólar vuela como un cuervo sobre las ruinas del país, el presidente argentino asiste extasiado a un espectáculo místico en Chaco. No se trata de una misa para pedir por los niños sin medicación, ni por los jubilados que eligen entre cenar o calefaccionarse.
Es un show religioso donde un pastor, a la vista de todos, realiza su "milagro": convierte billetes de pesos en dólares. Y Milei aplaude con fervor, como si acabara de presenciar la multiplicación de los panes... para ricos.
Desde la Psicología Social, Enrique Pichón-Rivière nos enseñó a leer “las contradicciones como huellas del malestar”. Pero esto ya no es una contradicción: es una obscenidad. Una puesta en escena que mezcla marketing político, delirio místico y sadismo social.
El presidente se define como "cruel con los zurdos". Pero su crueldad no discrimina: enfermos de cáncer sin quimioterapia, personas con VIH sin medicación, despidos masivos en hospitales, falta de inversión en obra pública y cierre brutal de Vialidad Nacional, que dejaran pueblos aislados.
También desfinancia escuelas, universidades, trenes, organismos científicos como el Conicet. Pero concurre a iglesias donde se adora al dólar, como para santificarse, exculparse.
En un país donde se naturaliza el ajuste con lenguaje de fe ("sacrificio", "redención", "recompensa"), Milei camina sobre brasas creyéndose elegido. Lloró en el Muro de los Lamentos, gritó aleluyas en Chaco, y en cada acto intenta borrar la frontera entre lo político y lo mesiánico. No gobierna: evangeliza un credo violento, donde los pobres son culpables por nacer, y los ricos, salvados por el mercado.
Desde Pichón también sabemos que el “sufrimiento negado se transforma en enfermedad social”. La angustia se filtra en los cuerpos, en las familias, en los vínculos. La salud mental colectiva se resquebraja cuando lo real duele y desde arriba se responde con cinismo.
Pero los pueblos, incluso los más castigados, tienen memoria. Y hay gestos que quedan grabados aunque ahora callen, aunque parezcan rendidos o confundidos entre promesas de cielo y látigos de mercado, un día alzarán la voz. Porque la fe verdadera no habita en templos de oro ni en discursos de odio disfrazados de redención.
Habita en la olla que no se abandona, en la madre que aún reparte lo poco, en el cuerpo que resiste, en las marchas de los miércoles, y las otras marchas.
Invito a seguir el ejemplo de las Abuelas de Plaza de Mayo, que no claudican, y la mejor noticia que nos regalaron esta semana fue encontrar al nieto 140.
Mientras la memoria siga viva y despierte ante tanto odio —como siempre ha hecho— no habrá altar que los proteja ni dólar que los salve.
Hasta Pronto.
(*) María Virginia Figal
Profesora, psicóloga social, escritora miembro de SADE y Appsa - Activista independiente y en Femimusas.
virginiafigal103@gmail.com