Milei llegando tarde al Vaticano

Milei llegó tarde al Vaticano. No porque se haya perdido —aunque confundir la Capilla Sixtina con una sede del FMI era una posibilidad—, sino porque creyó que el mundo entero iba a esperarlo, como espera el mercado a sus profetas.

Con el peinado de guerra despeinado,  un puñado de tuits agresivos en la mochila, aterrizó en Roma dispuesto a escupir bendiciones selectivas. Había llamado "maligno" al Papa en tiempos de campaña, pero ahora venía a buscar una foto, una estampita de legitimidad, un certificado de "buen cristiano liberal".

Mala suerte: Francisco ya no estaba.

El "maligno", como lo había bautizado Milei en su pequeño bestiario electoral, se había ido mucho antes.

Se había marchado entre canciones populares, entre pañuelos blancos, entre lágrimas verdaderas, esas que no cotizan.

A Milei lo recibió un guardia suizo que, tras una breve mirada, consideró que el recién llegado era una mezcla entre el Joker y un operador de bolsa. No sabía si escoltarlo a la tumba de San Pedro o sugerirle terapia breve intensiva.

Sin Papa, sin foto y sin perdón, Milei hizo lo que mejor sabe: improvisó un monólogo para sí mismo, habló de "mercados del alma" y "capitalismo de emociones", y denunció una conspiración celestial para desprestigiarlo.

Al final, frente a los pasillos vacíos, se retiró furioso, prometiendo fundar su propio Vaticano Libertario, donde los santos serían Elon Musk, Ayn Rand y un Bitcoin tamaño natural en lugar de la cruz.

Porque Milei no sólo llegó tarde al Vaticano.

Llegó tarde a la decencia, a la empatía, y a cualquier forma de humanidad que no se pueda medir en índices bursátiles.
  
(*) Profesora y Psicóloga Social. Miembro de Sade.