Antes de comenzar con mi relato-crónica quiero saludar a mis lectores, seguidores de este espacio concedido por Maracó Digital como colaboradora de la tribuna del lector.
A aquellos que han inspirado mis libros, las/os que me han acompañado en las presentaciones y a los que hacen que cada día tenga ideas y letras para compartir con ustedes, porque si es algo que no falta en esta sociedad son situaciones que me inspiren, y de eso nacen mis “Crónicas de la Vida Cotidiana”.
En esta oportunidad elegí un relato realista, me ocurrió en estos días de reuniones sociales y brindis de fin de año, Seguramente alguien se sentirá identificado. Agradezco todos los comentarios y los invito a pensarnos.
“Las Fiestas como mandato social de Felicidad”
La música sonaba fuerte. De esas listas armadas para no pensar.
Había empanadas calientes, cerveza fría y una torta que alguien había comprado “para levantar el ánimo”. En un rincón, mi amiga miraba el piso. No lloraba. Eso sería más fácil. Estaba quieta, como si el cuerpo hubiera decidido apagarse para no molestar.
Otra invitada filmaba todo, sacaba fotos, de esas que se pueden publicar con bombos y platillos, con una felicidad envidiable. Mi amiga la miraba con los ojos vidriosos.
– Esta sí que tiene suerte….
—No estoy bien —me dijo—. Pero no quiero arruinar la fiesta. Ahí entendí todo.
Este año la echaron de dos trabajos y, como si fuera poco, cuida de una hermana discapacitada. Se la rebusca haciendo desayunos, meriendas, lo que venga. Aun así, no alcanza a cubrir sus gastos. Varias veces entre todas las amigas la ayudamos. Y somos todas jubiladas, no nos sobra nada. Su depresión avanza y la salud publica esta abarrotada de casos.
Pero como siempre, diciembre trae una orden silenciosa: hay que festejar, despedidas de año, brindis laborales, cenas familiares. Como si la tristeza fuera una falta de educación. Como si la depresión pudiera suspenderse hasta marzo. Como si las enfermedades mentales entendieran de fuegos artificiales y mesas largas.
Vivimos tiempos difíciles y no hace falta enumerarlos demasiado. Se siente en los cuerpos. En el cansancio crónico, en las consultas psiquiátricas que se multiplican, en la medicación que se comparte en voz baja, en los silencios incómodos cuando alguien dice “no doy más”. Se siente, también, en los números que crecen: intentos de suicidio, suicidios consumados, estamos en un récord histórico de, especialmente entre jóvenes, y en adultos mayores que ya no encuentran sentido, horizonte, pertenencia. En las fiestas todo esto no desaparece. Se disfraza.
Hay personas que brindan con una sonrisa ensayada y después lloran en el baño. Otras se medican para poder sentarse a la mesa. Algunas no van. Otras van y se quieren ir a los diez minutos. Hay sillas vacías que nadie nombra y ausencias que se explican con excusas prolijas.
Hablamos más de salud mental, es cierto. Pero seguimos sin saber qué hacer cuando alguien nos dice la verdad. Preferimos el consejo rápido, la frase hecha, el positivismo forzado. “Pensá en otra cosa”, “todo pasa”, “tenés que agradecer”. Como si el dolor fuera una elección.
Mi amiga se fue temprano. Me abrazó fuerte, con esa fuerza que no es alegría sino pedido. Yo me quedé un rato más, incómoda con mi propia capacidad de estar. Pensé en cuántas personas atraviesan estas fechas sosteniéndose con lo justo. Pensé en cuántas no llegan. Pensé en lo solos que estamos cuando no encajamos en el mandato de la felicidad. No soy la excepción.
Tal vez el problema no sea la fiesta. Tal vez sea la exigencia.
Tal vez haya que empezar a habilitar otros modos: encuentros sin música alta, brindis sin discursos, mesas donde esté permitido decir “no estoy bien” sin que nadie intente arreglarlo. Habilitar la palabra.
Cuidar no es obligar a sonreír.
Acompañar no es empujar a festejar.
A veces cuidar es quedarse al lado. En silencio. Sin luces. Sin consignas.
En estas fiestas, mientras muchos brindan, otros apenas sobreviven. No es una metáfora: es una realidad cotidiana que preferimos no mirar porque arruina la foto. La felicidad obligatoria también excluye. También violenta. También deja afuera a quienes no pueden —o no quieren— fingir.
No alcanza con decir que “hay que hablar de salud mental” si cuando alguien habla, lo apuramos a callarse. No alcanza con campañas, hashtags o discursos bien intencionados si seguimos premiando la sonrisa y castigando la tristeza. El sufrimiento no se resuelve con voluntad ni con brindis.
Tal vez haya que aceptar algo incómodo: no todos están para festejar. Y no pasa nada. Lo que sí pasa —y es grave— es seguir exigiendo alegría en un contexto que enferma, empobrece y aísla. Lo que pasa es que, mientras miramos para otro lado, hay personas que se apagan en silencio.
Cuidar no es forzar a nadie a sentarse a la mesa.
Cuidar es escuchar sin corregir.
Cuidar es dejar de pedir explicaciones.
Cuidar es entender que no llegar también es una forma de estar.
Si estas fiestas nos encuentran celebrando, que no sea a costa de los que no pueden. Y si no nos encuentran bien, que al menos nos encuentren menos solos. Porque ignorar el dolor ajeno no es neutralidad: es una forma más de abandono. Este fin de año, mientras muchos celebran, otros apenas resisten. Mirarlos —mirarnos— también es un acto político. Y profundamente humano.
Hasta Pronto.
(*) María Virginia Figal
Profesora, Psicóloga Social. Miembro de APPSA, SADE. Activista independiente y en Femimusas.