Lo hice en los 90, cuando la Carpa Blanca fue nuestro techo y nuestra trinchera. Viaje a Buenos Aires con mi hijo menor, acompañe en la lucha, acompañe en las marchas, podía estar solo 3 dias, recuerdo que los maestros/as dormían en colchonetas, ayunaban, enseñaban en la vereda, compartimos mate y frío, charlas, y eventos artísticos.
Luchamos para que no se muriera la escuela pública. Era joven, y siempre convencida que resistir siempre fue la mejor elección. Mi hijo aprendió que luchar por los derechos, es dignidad, eso que el gobierno de Milei no tiene.
Hoy estoy jubilada. cargo la memoria, y ver repetir la historia duele.
El presidente firmó un veto contra las universidades y contra el Garrahan, como si la ternura fuera un gasto inútil. Como si la educación y la salud pudieran tacharse con una lapicera.
Desde mi casa, miro las marchas por televisión y me arde el pecho. Reconozco las voces, los cantos, los pasos firmes. Sé lo que pesa estar ahí y también lo que alivia: saberse acompañado. Siento orgullo por los que hoy sostienen la calle, pero también una tristeza honda: ¿cómo puede ser que tengamos que volver siempre al mismo punto?
El veto no sólo golpea a estudiantes y médicos: golpea la memoria. Golpea a quienes salvan vidas, a nuestros niños, golpea a quienes dejamos la vida en las aulas, a quienes seguimos creyendo que es un acto de amor y, por eso, de coraje.
Yo marché, en los 90, por las Educación Pública, y los sigo haciendo, por mis alumnos, por mis hijos que tuvieron la posibilidad de estudiar en la Universidad pública y obtener los títulos que hoy le permiten trabajar . Sigo pidiendo por diferentes causas, aunque ahora mis años me pidan quedarme en casa, yo resisto y mi voz sigue ahí, en esas calles que nunca se vetan. Porque ningún decreto podrá borrar la dignidad que aprendimos a defender hace décadas.
Y entonces me descubro llorando en silencio, con el guardapolvo colgado en el placard como una bandera dormida. Afuera, hoy se marcha. Yo los miro y acompaño, sé que la historia continúa: mi tristeza es también semilla, y mi memoria, su herencia.
Yo sigo resistiendo, por diferentes causas, aunque seamos diez, o veinte, y escribir es una manera de gritar, de militar . Estoy convencida que, aunque intenten vetar derechos, nunca podrán vetar la memoria de un pueblo. Las calles son nuestras, y allí siempre seguirá la verdadera lección: la dignidad no se negocia.
¡Hasta Pronto!
(*) María Virginia Figal
Profesora, Psicóloga Social. Miembro de APPSA, SADE. Activista independiente y en Femimusas.