Alberto Torroba, el pampeano que en las décadas del ’80 y ’90 construyó una serie de embarcaciones con las que recorrió el Pacífico y el Atlántico, falleció este martes en el pueblo de Anguil.
La vida de Torroba -quien desde hace unos 25 años residía en su campo, entre Anguil y Santa Rosa- fue una aventura que rompió moldes y desafió lo imaginable. Su fallecimiento, dado a conocer en las redes sociales por la CPEtv, generó muestras de dolor y de afecto de amigos y familiares. “Mi querido amigo, su vida fue su determinación; escuchar sus experiencias deleitó y embelesó a mis hijos un invierno mientras esperaba la llegada de su hija de Colombia. Mil recuerdos, desde la primaria”, escribió María Alvarez.
Nacido en Santa Rosa el 8 de abril de 1952, este navegante autodidacta protagonizó una de las travesías solitarias más extraordinarias del siglo XX: el cruce del océano Pacífico sin instrumentos, a bordo de una canoa construida con sus propias manos.
La historia de Torroba comenzó con una búsqueda interior. Abandonó sus estudios de Matemática y Teosofía en Buenos Aires, para lanzarse al mundo con apenas 50 dólares en el bolsillo. Recorrió Europa, vivió en Asia, convivió con monjes en la India, y trabajó como estibador, lavacopas y albañil. En Japón, sin saber navegar, compró un manual en inglés —The Complete Yachtsman— y allí comenzó su formación náutica, empírica y profunda.
Durante más de una década, entre 1982 y 1995, vivió embarcado en distintas naves que él mismo construyó: desde un prao hasta una canoa con vela, cruzando el Atlántico, bordeando costas africanas, navegando entre islas del Sudeste Asiático y enfrentando todo tipo de inclemencias. Incluso, fue deportado de Papúa Nueva Guinea, luego de integrarse a una comunidad indígena, y sobrevivió a un naufragio frente a las costas de Uruguay.
Pero su proeza máxima ocurrió en 1989, cuando zarpó desde Panamá en la Ave Marina, una canoa de apenas 4,5 metros de largo hecha con madera de espavé, lona de bolsas y aparejo artesanal. Navegó más de 5.000 kilómetros durante al menos 40 días, sin brújula, sin sextante, guiado sólo por las estrellas, las nubes, las aves y su instinto. Atracó finalmente en Fatu Hiva, en las Islas Marquesas, Polinesia Francesa, exhausto pero entero.
“Solté el ego en el mar”, diría años después, al reflexionar sobre esa experiencia. Su travesía no fue sólo física: fue una transformación espiritual. En medio de tormentas y largos silencios oceánicos, redescubrió el sentido de la vida y del viaje interior.
Luego de recorrer Asia, África oriental y Australia, Torroba regresó a la Argentina a mediados de los años 90, y se estableció en Anguil, en pleno corazón pampeano. Allí, en un campo de 400 hectáreas, crió ganado, construyó embarcaciones y siguió viajando a su manera: en la memoria y en el relato.
En 2015 publicó su libro Relato del Náufrago y el Ave Marina, donde narra en primera persona sus vivencias, reflexiones y aprendizajes. En abril de 2025 fue nombrado socio honorario por la Asociación Deportiva Argentina de Navegantes (ADAN), en reconocimiento a su legado único e inspirador.
Torroba fue un hombre que dejó huella no sólo en las aguas del mundo, sino también en la historia de quienes creen que vivir es, en esencia, navegar.
(Diario Textual)