Villa Maíz era, es y por siempre será como todos los lugares desvanecidos por el tiempo, el polvo del camino y las chicharras cantando al sol.
Sus habitantes eran escasos pero en ocasiones alcanzaban y hasta sobraban.
Sobraban las horas vacías mirando el cielo en busca de nubes de tormenta que podían traer la ansiada lluvia para nutrir los cultivos de las chacras. Eran interminables horas en la tardes de verano a la sombra de caldenes y aromáticos eucaliptus.
En la penumbra rojiza del fuego de las salamandras en las noches de invierno se escuchaban historias relatadas por abuelos pícaros para entretener a sus inquietos nietos.
La trama se armaba en base a sucesos reales o ficticios que a todos asombraban. Lo importante era estar al calor del fuego contemplando sus astillas brillantes y disfrutando el aroma a leña ardiendo…
Relataban, recordando o inventando que el aire era cálido y el cielo azul, sin una sola nube en el horizonte. Como siempre, juntaba papeles caminando por la calle principal en dirección a la plaza. Tenía ojos azules, barba blanca y un descolorido sobretodo eternamente puesto.
Se decían muchas, demasiadas cosas sobre él. En verdad, se sabía muy poco. De algo estaban seguros: transcurría su vida juntando papeles y comiendo gatos. Gatos y papeles. Era un gran enigma Ariel ¡papel! como lo llamaban en el pueblo.
Todos los días aparecía por las calles juntando cuanto papel encontraba a su paso. Lo tomaba, lo alisaba con las manos y después lo ponía en un morral de lona que cruzaba su pecho. En ese morral gastado por el uso ponía fragmentos de páginas de diarios con viejas noticias, historietas, envoltorios de almacén, cartas rotas y sobres con remitentes de lugares remotos.
Todo lo juntaba. Qué hacía luego con su carga era la menos importante de las pueblerinas preguntas.
¿Sería verdad que comía gatos? Aseguraban que se alimentaba exclusivamente con la carne de estos felinos y que por eso no hablaba pero hacía una especie de silbido con el que los llamaba mientras recorría las calles en busca de papeles.
De su garganta salía un sonido armónico y rápidamente aparecían gatos a su alrededor. Y una vez que el morral estaba repleto, acompañado por ellos tomaba la calle más estrecha y polvorienta, la que estaba bordeada por romero y olivo silvestre para llegar a su casa que estaba lejos, en el confín del pueblo.
Extraño, atractivo y misterioso el anciano Ariel. Su silueta alta y delgada siempre seguido de innumerables gatos hacía recordar al mágico flautista, aquel que había salvado a Hamelin de las ratas y la peste.
Y al tiempo que pasaban las cosechas de cereal y los inviernos con escarcha que blanqueaba la tierra su historia crecía en la imaginación de quienes lo habían visto recorrer las calles, llevado por el viento.
Aseguraban que era italiano, guerrero en la legendaria guerra de Trípoli. Insistían con que era francés descendiente de un general del ejército de Napoleón Bonaparte. Que era un ruso blanco exiliado de la corte de Nicolás II. A veces decían que era hijo de un cacique tehuelche…
Algo de lo que se decía podía ser verdad pero quizás todo era fruto de la imaginación. Imaginación que nace y crece mientras se espera la llegada de los brotes verdes en los sembrados de los chacareros. Y sembraban, acaso sin proponérselo, infinitas dudas.
Estaba muy claro que algo en la actitud de Ariel y su profunda mirada que se perdía en el tiempo y el espacio hacía pensar que todo lo que se decía podía ser verdad.
Aparecían los primeros brotes de primavera en los trigales y el anciano con sobretodo y morral recorría las calles. Caían las primeras hojas de otoño y allí estaba juntando papeles siempre acompañado por gatos. Felinos que luego lo seguían hasta su casa, maullando por la callecita bordeada de romero y olivo silvestre. No se los volvía a ver porque… ¿los comía?
Un mediodía el sol doraba los trigales y las calles de Villa Maíz quedaron desiertas y pasó la hora de la siesta, de la cena y Ariel no apareció. Tampoco al día siguiente ni al otro ni al otro.
Lo encontraron eternamente dormido sobre su cama sosteniendo en sus manos la fotografía de una bella mujer. Lo rodeaba incontable cantidad de gatos que lloraban a su alrededor.
En la casa había pilas de papel prolijamente ordenadas. Y numerosos objetos -gatos, flores y jarrones- realizados en cartapesta: para eso utilizaba los papeles!
Al pie de la cama encontraron un baúl con libros en francés y muchos papeles escritos en un rudimentario castellano. Lo más llamativo fue el descubrimiento de un cuadro colgado frente a la cama. Era la imagen de la misma mujer de la fotografía, sentada en una silla de paja sosteniendo un gato blanco en su falda.
La joven sonreía con una sonrisa más allá del tiempo y el espacio. El cuadro era demasiado hermoso como para tirarlo junto con las pilas de papel. Decidieron llevarlo a la biblioteca popular y la bibliotecaria descubrió que la pintura estaba firmada “por un tal Vincent”.
En sus escritos, Ariel contaba anécdotas de su vida y aunque no fue fácil hubo algunas personas que descifraron su letra y mal castellano.
De generación en generación se pasa, lee y fotocopia así:
“Me llamo Ariel Eté, nací en Le Chat (n.del t: El Gato en francés) una aldea en la Provenza francesa, muy cerca de Arlés. El nombre proviene de su fundación años antes de Cristo cuando un conquistador romano estableció un alto en su larga marcha. Tiempo después la aldea se vió azotada por una peste y a su regreso Nelpurnio sólo encontró un gato. Desde esa época la aldea se llama Le Chat. El sol de la región es fuerte y en sus prados se cultiva trigo. En las lagunas hay gran cantidad de flamencos, los mismos que puedo ver en La Pampa. Así es la Camargue, la tierra donde nací.
En Le Chat todos adorábamos a los gatos y no se encontraba un solo perro en la aldea. Con un sonido especial que aprendemos desde pequeños los llamamos y ellos nos siguen. Me da tristeza saber que en Villa Maíz dicen que los como. Antes preferiría morir de hambre. Ellos acompañan mi soledad y mis recuerdos. Marie, mi amada Marie también amaba a los gatos. Éramos muy jóvenes y nos conocimos una primavera. Nos casamos al otoño siguiente. Unos días después por nuestra calle pasó un pintor de cabellos rojos y le hizo el retrato que tengo colgado frente a mi cama para dormir pensando en ella. Ese día del pintor que iba a Arlés y Marie con nuestra gata que se llamaba Princesa es un recuerdo hermoso porque muy poco tiempo después la sociedad humana que creía haber llegado a lo más alto padeció el estallido de la Segunda Guerra ¡Qué época, qué tiempo tan inhumano! Cuando los nazis invadieron Francia, Marie y yo nos unimos a la Resistencia. Ella levaba mensajes escondidos en sus zapatos a los partisanos y yo estaba con ellos en una granja esperando órdenes. Un amargo día la atraparon y la fusilaron dejándola tirada sobre las piedras de la calle.
No puedo seguir con ese recuerdo. No sé cómo sobreviví pero ya nada era lo mismo sin ella, mi amada e inolvidable Marie. Fue lo más hermoso, lo único verdaderamente importante que me sucedió en mi larga vida.
Terminó la guerra y dejé Le Chat para subir al primer barco que encontré y al zarpar vi el último amanecer sobre mi tierra. Llegué a Buenos Aires como pude haber llegado a cualquier otro puerto. Hice diversos trabajos: lava copas, canillita, vendedor ambulante de café hasta que un día subí a un tren que me dejó en la estación de ferrocarril de Villa Maíz. Decidí quedarme porque tiene el cielo y el sol de Le Chat. Pero principalmente porque el trigo maduro tiene el color de los cabellos de Marie”.
Pasaron días, meses, años y desde entonces y hasta ahora, si alguien junta un papel escucha el ancestral grito: Ariel ¡papel!.
Así fue como Ariel Eté ganó un lugar en las historias de Villa Maíz inventadas al calor del fuego de invierno o a la luz de las estrellas en verano. Y luego los cuentos cesan, las voces callan y la luna entra por la ventana para proteger los sueños.
Sueños que comienzan con un hombre de barba blanca y sobretodo largo acompañado de incontables gatos caminando por las calles de un pueblo olvidado en la inmensa llanura de la provincia de La Pampa.