No recuerdo bien si Adela lloraba porque Norberto le había quitado el pan con manteca o si lo hacía porque tenía ganas de hacerse notar.
Sí recuerdo que estábamos tomando el café con leche de la tarde y que mamá desde el zaguán de entrada nos avisó que tía Eudosia acababa de llegar. Nos acomodamos y pusimos nuestras mejores “caras de estampita” mientras Adela se secaba las lágrimas con la manga de su vestido.
Apareció sonriendo, no mucho pero sonriendo. Dejó el libro de misa sobre la mesa y nos besó en la frente para luego sentarse al lado de mamá.
--Si son buenos y se portan bien les voy a dar una buena noticia pero primero tienen que tomar toda la leche para venir grandes y lindos—, aseguró y se dispuso a esperar.
No esperó mucho: no había contado ni la mitad del funeral a mamá cuando nosotros, después de casi asfixiarnos con el pan con manteca y, lo que es peor, quemarnos la garganta con café con leche caliente, dimos por finalizada la merienda.
Nos miró con atención, tal vez para comprobar si habíamos crecido pero no dijo nada. Nos levantamos y rodeamos su silla hablando a tres voces.
--Ya terminamos, tía Eudosia ¿qué pasó, cual es la noticia?
--Llegó un circo—respondió—, está en el terreno baldío al lado de nuestra casa.
Salimos apresurados y a empujones. Por la calle avanzaba un viejo camión con altoparlantes que transmitían una marchita al tiempo que anunciaban “vecinos de Villa del Trigo, mañana fabuloso debut del Gran Circo Águilas Humanas”.
Asistimos a todas las funciones que realizaron en el pueblo. Regocijados, asombrados y envidiando a las “águilas humanas” que, allá en lo alto del trapecio, con sus arriesgadas piruetas, nos hacían contener la respiración.
Y admirábamos a Tatiana, la domadora y a Janos, el payaso.
Cuando el circo se marchó en busca de otros pueblos, quedó el recuerdo y un círculo grande de gramilla y tierra apisonada donde había estado la carpa.
Al día siguiente, Adela demostró sus habilidades en la hamaca mientras Norberto caminaba sobre el cerco de la quinta de nuestro vecino.
Yo… yo tenía que ser mejor que ellos así es que me colgué del primer travesaño de la torre del molino que sacaba agua para el riego. Hice varias piruetas pero mis hermanos dijeron que era muy fácil, que estaba cerca del suelo. Entonces trepé por la escalera lateral hasta lo más alto de la torre y me colgué del último travesaño.
Transformado en embrión de águila humana, me sentía superior a los que estaban allá abajo. Tenía la sensación de volar y volar sobre mis asombrados hermanos.
Volé y volé hasta que, aterricé sobre la acolchada gramilla, afortunadamente.
--Afortunadamente no te mataste—, dijo el bondadoso doctor Rossi mientras enyesaba mi brazo derecho y mi pierna izquierda.
Finalizada su tarea dictaminó:--Ahora reposo, mucho reposo y mucha lectura. No podés hacer otra cosa—, concluyó dejándome azorado.
Leer siempre me gustó pero reposar… para mayor calamidad, en dos días debíamos partir hacia Mar del Plata donde nos esperaban los queridos tíos y primos Marche.
Hubo reunión familiar y el veredicto resultó tal y como lo temía. Por unanimidad decidieron que muy bien podía demostrar que “ya sos todo un hombrecito” permitiendo las soñadas vacaciones a los demás integrantes de la familia. También había decidido que mi destino era quedar en casa de tía Eudosia.
Una mañana partieron felices y sonrientes diciendo “quince días pasan muy rápido” mientras que yo, en mi nueva habitación intentaba respirar sitiado por colchas, cortinas con grandes volados y moños, almohadones con volantes y jarrones con flores de plástico. Dejo para el final la siniestra muñeca que reposaba sobre la cama con una mantilla negra sobre la cabeza y un rosario en su mano.
Lo confieso sin pudor: pensaba en la playa radiante de sol y mi familia allí, despreocupada mientras que por detrás, una gigantesca ola los arrastraba al medio del océano donde se veían aletas y más aletas de hambrientos tiburones.
--Mejor que no fui—, pensé mientras aparecía tía Eudosia a preguntar si necesitaba algo.
--Sí, estar solo para dormir, me molesta el yeso—, respondí y actué un profundo bostezo.
La casa de tía Eudosia era una especie de museo con un gran inconveniente o mejor dicho, tres. Vivía junto a sus hermanas mayores, Eulogia y Eumórbida. Las tías eran solteras por vocación y se dedicaban con firmeza a salvar las almas de sus traviesos sobrinos. Y entonces, cuando Eulogia descubrió que algunos de mis amigos dejaban cigarrillos que escondía debajo de la almohada, llamó a cónclave.
Las augustas gracias decidieron, graciosamente, reducir mis visitas al mínimo. Sólo tendrían acceso el doctor Rossi y sus tres amigas preferidas, las mismas con las que iban a la iglesia y al cementerio.
Condenado al ostracismo y, lo que es peor, a los rosarios de la mañana y de la tarde, sólo me quedó la lectura.
Una tarde compartía un abordaje con el valiente Sandokán y sus piratas intentando olvidar el sol y el griterío de quienes jugaban en el terreno vecino, el mismo donde había estado el circo cuando apareció tía Eumórbida. Por el dibujo de la tapa del libro – Sandokan luciendo piel y músculos—, juzgó que no era lectura adecuada para un tierno infante de diez años. Aunque expliqué y aseguré que mis padres me permitían leerlo porque era lectura para niños y rogué y supliqué fue inflexible.
Desapareció con “Sandokan y los tigres de Malasia” para reaparecer
con “Infancia de Don Bosco un ejemplo para niños cristianos”. Desde ese día, adiós a Sandokan, a Tom Sawyer y a la mismísima Mary Poppins.
Esperando el regreso de mi familia me entretuve con las Escrituras. En verdad, hacía cómputo de muertos, sacrificios humanos, pestes y plagas. También, y esto era lo más entretenido, contabilizaba la uniones carnales entre padres e hijas o entre hermanos. Es cierto que desconocía la palabra INCESTO pero sabía que no me podía casar con mamá ni con mi hermana Adela según las enseñanzas de mis tías. Por eso, encontrar algo misterioso con sabor a prohibido en la mismísima Biblia me causaba un placer infinito.
Mis hermanos agotaron sus recuerdos de Mar del Plata mientras que yo, demostrando la mayor indiferencia, comunicaba mi deseo de quedar con las tías hasta que me sacaran los yesos. Eulogia, Eudosia y Eumórbida se pusieron a rezar y mandaron decir una misa en agradecimiento a que sus enseñanzas comenzaban a dar frutos.
Los yesos fueron quitados el último día de las vacaciones. A la mañana siguiente por ser el comienzo de las clases, la maestra nos dio una sola tarea.
Composición. Tema: “El lugar que visité durante las vacaciones”.
Poseído de un singular fervor literario, escribí varias hojas. Hojas que fueron leídas con suma atención por la maestra, la vicedirectora, la directora, mis padres y mis tías, que se desmayaron.
Nadie elogió mi estilo literario, al contrario, fui suspendido por quince días. Quince días en los que recuperé algo del tiempo perdido en las vacaciones.
Ahora, Villa del Trigo va quedando atrás. Por el espejo retrovisor del auto sólo distingo el polvo del camino sin asfaltar pese a las eternas promesas de los gobernantes. A mi lado, Julián sonríe. Para él, lo mejor de nuestro viaje anual al pueblo es esto: el regreso.
¿Sabés?—dice—, tus tías me pidieron que me corte el pelo.
--No me extraña-, respondo.
Siempre sonriente, agrega:--También me regalaron una Biblia porque dicen que ya que soy tu socio en el estudio tengo que ser piadoso como vos, que ellas te educaron para que sigas el camino correcto.
---Son incorregibles-, respondo.
--No sé qué harían si supieran que soy mucho, mucho más que tu socio!
Y entonces, nos miramos con picardía mientras agrega:-- Mirá, me regalaron este otro libro que dijeron es de una vida ejemplar.
Agarro el libro y no necesito observarlo para saber de qué se trata. Bajo el vidrio de la ventanilla y lo tiro. Cae en la cuneta, sobre los yuyos.
El viento de La Pampa lo revolea entre los cardos rusos.