Se levantó del suelo, despojado de obstáculos, agarró al Cristo en la cruz que estorbaba el paso y lo arrastró hasta su habitación.
La puerta estaba abierta, el tipo notó un bulto sobre la cama pero no se extrañó, siempre su cama había sido como una fosa común.
Jesús ya había pasado un brazo dentro de la habitación cuando el tipo oyó un débil quejido, su lógica paranoia lo alteró pero era ella acostada en su cama.
En ese momento entendió por qué la puerta de entrada estaba abierta y su llave rota, también por qué el piso estaba transitable mano y contramano.
No tuvo tiempo de pensar; no pudo evitar una dentuda sonrisa.
Ella estaba allí durmiendo en sus sábanas inmundas, ¿o las habría cambiado?
Ella había ordenado un poco la casa.
Ella parecía haberlo perdonado otra vez, una nueva oportunidad, un nuevo horizonte estaba listo para que el tipo lo desperdiciara.
La sonrisa dentuda se esfumó cuando el tipo recordó que estaba sosteniendo una cruz gigante, con un Jesús clavado y robada de una iglesia. Ella no entendería eso, nadie entendería eso, él mismo no entendía eso.
Cerró suavemente la puerta de su cuarto, una bisagra suspiró.
Lo dejó a Jesús apoyado, en la heladera con halitosis, y entró en la pocas veces visitada cocina.
Las botellas estaban acomodadas en prolija fila sobre la mesada, parecían un ejército de cogotudos verdes.
Buscó la botella que había dejado por la mitad; no la encontró. Pero si encontró un cartel sobre la pequeña y desarticulada mesa de la cocina que decía: “No la busques más...
_ ¡Me la tiró y la puta que la parió!, dijo el tipo apresurado antes de terminar de leer la nota que seguía: ..."No, no te la tiré. Está conmigo en la cama, tal vez de esta manera vengas a acostarte. Ya sabés donde encontrarla y donde encontrarme”.
La luz del amanecer, ya adulto, mojaba la casa. Los rayos de sol convergían en el cuerpo de Jesús; el tipo se sintió celoso porque ningún hilo de luz lo tocaba.
_ Te va a venir bien, estás un poco pálido hermano, dijo.
Con otro cigarrillo encendido descansando en la comisura de los labios, pensaba -siempre pensaba mejor dentro de una cortina de humo- en qué hacer con aquel que ahora tomaba sol. No quería que ella lo vea.
La mitad de la casa estaba clausurada, en la otra mitad estaba ella. Decidió forzosamente que era hora de habilitar las habitaciones inútiles; el nuevo huésped así lo demandaba.
Empujó la puerta, pateó la puerta. No se abrió hasta que el tipo le tiró todo el peso encima y ésta cedió. El tipo perdió el equilibrio y quedó estrolado en el piso.
El olor a encierro, a humedad y a muerte, que emanaba de esas dos habitaciones a las que se llegaba por la puerta aporreada, era el mismo de una bóveda cualquiera, de un fulano cualquiera, en un cementerio cualquiera. Un hoyo en una roca, un santo sepulcro para un santo descanso después de un calvario existencial.
Caído, la oyó a ella quejarse otra vez. Pensó que se estaba levantando, se puso de pie como si tuviera un par de resortes en el culo.
Acelerado, agarró a Jesús de un brazo y lo arrastró hasta una de las habitaciones de la catacumba. Lo tiró sobre una cama incómoda hasta para un faquir, lo tapó para taparlo nomás o tal vez para que no sienta frío y volvió a trabar la puerta.
Al costado de la heladera, dónde hacía un relámpago había estado parado y tomando sol Jesús, había una mancha roja.