Mientras repasaba a los invitados vi venir a un tipo cruzando la sala casi corriendo; llegó a mí con cara de loco, agitado, jadeando.
_ No es por pajero, es el faso, me dijo.
_ ¿Vos quién sos?, siguió, así como suena, después de recuperar el aire.
_ ¿Siempre le preguntás esas cosas a la gente?, le respondí con cara de interesante.
_ Solamente a las personas que me interesan, me dijo sin tacto alguno.
Elegí no contestarle.
_ ¿Puedo saber tu nombre?, insistió.
_ Mora. (El nombre no se le niega a casi nadie)
_ Zafa, dijo como un catador de nombres y esperó unos segundos algo que yo no sabía que era. “¿No me vas preguntar el mío?”, aclaró un poco la cosa.
_ ¿Qué cosa?
_ Mi nombre
_ Perdón. ¿Cómo te llamás?, dije por estricta educación.
_ No. Así por compromiso, por embustera amablidad, no tiene sentido, dijo y se fue ofendido hasta una ventana. Sacó un atado de cigarrillos y se puso a echar humo hacia afuera.
Me di cuenta que no se había ofendido nada y que sólo necesitaba una excusa para ir a fumar porque en unos pocos minutos estaba en mi oreja otra vez.
_ ¿Y para qué servís, Mora?
Me asombré por la pregunta y debo haber hecho alguna mueca que leyó bien.
_ Te estaba preguntando cual era tu profesión y/o habilidad y/o trabajo.
_ ¿Y esa manera agradable de decir las cosas también es una constante en vos?
_ Sólo con las personas que me interesan demasiado, me tiró los galgos otra vez.
Elegí el silencio porque el tipo parecía uno de esos a los que le das la mano y te agarran las tetas.
_ Te toca a vos, dijo y se llevó la mano a la oreja para escuchar mejor.
_ ¿Qué me toca?
_ Te hice una pregunta, deberías al menos contestarla por compromiso, por amabilidad.
_ ¿Perdón? ¿Vos no sos el mismo que hace un rato no quería cosas por amabilidad?
_ Eso lo decido yo de acuerdo a las circunstancias.
Le informé apenas de mi carrera en psicología y de mis ocupaciones en Relaciones Públicas.
_ ¡Que laburo de mierda!, pareció ser su manera de empatizar.
_ Sólo cuando me toca gente como vos, aclaré bien la cuestión.
No bola, ni una reacción. Sordo e inmutable, siguió.
“Me trajiste el recuerdo de una mujer que conocí en mi primer viaje a Buenos Aires. No me olvido más. Venía caminando por Avenida Córdoba y la vi sentada en un bar en la mesa que daba contra la ventana. El sol le daba en la cara, la miré, me miró y me sonrió… y entré a sentarme con ella. Mientras tomábamos un café me dijo que trabajaba en Relaciones Públicas…”
_ ¡Qué bien!, dije para no decirle que era un embole lo que me estaba contando y para interrumpirlo antes de que me matara de aburrimiento en medio de alguna anécdota eterna.
_ ¿Bien? Me quiso cobrar 500 mangos. Relaciones Públicas…,¡que boludo!…, relaciones pÚbicas era, dijo acentuando la “u” como un pelotudo importante.
_ Ah, sos un boludo importante, contesté con coherencia absoluta.
_ ¿Qué hice ahora?, preguntó haciendo muy bien el papel del que estábamos hablando.
_ ¿Pensar ciertas cosas en lugares equivocados? ¿Hacer comparaciones propias de un tipo ordinario?
_ ¿Leés el pensamiento? ¿Vengo subtitulado?
_ Gritás como un demente.
_Me olvidé de pensar sin ruido otra vez.
Se hizo un silencio largo. Parece que se había dado cuenta de que había algún límite hasta para su cosa desagradable.
El silencio era bueno, era incómodo tenerlo cerca. Tampoco sabía para dónde ir en esa fiesta en la que no conocía a nadie y supuse que él haría el movimiento de alejamiento.
Pero no.
_ Perdón por mi torpeza, no soy bueno para hacer sociales. Si no fuera por vos ya me hubiera ido. Me estoy aburriendo arriba del aburrimiento, insistió remando en dulce de leche.
_ Gracias. Acepto las disculpas si te vas a aburrir por ahí.
_ Soy piloto, me dijo así de descolgadamente.
_ ¡Sí, de calefón!, me salió. Sos un quemo, un incendio forestal. Andate antes de que entres en combustión con mi vodka y me prenda fuego a lo bonzo, siguió saliendo.
_ ¡Ah! Te caliento, dijo sonriendo la bestia.
_ ¡Te fuiste a la mierda! ¡Vos no tenés cara! O sí, tu cara a partir de ahora es la cara de mi frigidez, le dije al aspirante a lubricante femenino.
Bajó la cabeza, buscó los cigarrillos, se llevó uno a la boca y con cara de Jesucristo recién clavado me dijo: “me heriste”
Y se fue a la ventana a asomar la cabeza afuera para fumar.
“Me heriste” me había dicho el desubicado generándome una pequeñita culpa. Si lo tendría que haber matado.